Perú y el espejo retrovisor
Metámonos en la historia profunda de Perú. Un país que ha crecido en relación al juego y a la competencia ante la llegada de Ricardo Gareca.
Las corrientes políticas han visto en el futbol un motivo de desencuentro. Para la izquierda, este deporte les quita a los pueblos la posibilidad de construir sujetos críticos capaces de comprender las problemáticas sociales. Por el lado de la derecha, el futbol es aquello que utiliza la clase baja como momento de ocio, de expresión y representatividad dentro de un sistema vertical donde debe mandar la clase dominante y obedecer el dominado. Sin embargo, el ser humano actúa, piensa, siente dentro de un contexto, dentro de una historia como hilo conductor donde el futbol es un condicionante para comprender la dinámica social de una nación.
En el año 1936, Berlín hospedaba una nueva edición de los Juegos Olímpicos Modernos. Tiempos donde el nazismo se asentaba, se producia y reproducía la despolitización popular y la erradicación del extranjero, del “otro”, de lo fronterizo para imponer la raza aria como verdad absoluta. Verdad que era utilizada en nombre de la paz como eufemismo, ya que todo lo que se encontraba por afuera de ella debía ser aniquilado tarde o temprano. En esos juegos olímpicos, el deporte era utilizado como montaje propagandístico para enfundar el miedo y el terror, y legitimar el régimen ario a través de la supremacía deportiva, obtenciones de medallas, ruptura de récords y plusmarcas. Pero mientras se producía la tragedia utilizando al deporte como manto de la realidad, acontecían micro historias que dignificaban lo social y lo deportivo, y boicoteaban el régimen instaurado.
El estadio del Hertha Berlín era el escenario. Hitler, como durante todo ese juego olímpico, se visualizaba en su palco de privilegio. El 8 de agosto de 1936, Perú enfrentaba a Austria (país natal del Furher) por los cuartos de final. El primer tiempo finalizo 2 a 0 en desventaja para el equipo peruano. Cuando retorno al segundo tiempo, Perú termino empatando el encuentro para estirarlo hasta el tiempo extra. En el suplementario, Perú anoto 5 goles de los cuales el árbitro anulo 3. A pesar de eso, el resultado final terminó 4 a 2 a favor de la delegación peruana que para colmo se denominada “El rodillo negro” debido a lo avasallante que era sobre sus rivales y por el color de piel de la mayoría de sus jugadores. Imagínense la situación: un equipo en su mayoría de piel negra siendo superiores dentro de un paradigma ario instituido. Paradigma que se trató de preservar, a través de la FIFA y el Comité Olímpico, decidiendo que se anule el partido y se vuelva a jugar. La delegación peruana ante esta decisión, dictamino no aceptar esa anulación, realizar un boicot a los juegos olímpicos de Hitler y regresar a Lima conformando una historia donde el fútbol actúa como fuente de dignidad colectiva.
Esta historia de dignidad se reflejó con la llegada de Perú al Mundial de Rusia luego de su última participación en España 1982. Historia que se construyó a partir de un proceso virtuoso que se transformó en vicioso. Virtuoso porque Perú tenía recursos para edificar: laterales que tienen buena vocación ofensiva, jugadores que se relacionan amistosamente con la pelota, que conjugan pase y gambeta, que interactúan bien con el juego a través del atrevimiento. Pero a esa creatividad había que pulirla, potenciarla, exprimirla para que la virtud se vuelva estable, consistente. Para eso, el futbol suele necesitar de una persona, de una idea para fomentar una identidad y armonizar individualidades. Esa persona y esa idea se manifestó en Ricardo Gareca.
Perú volvió a reconocerse en su historia, en su pasado. Gareca le dio ese sentido de pertenencia que necesitaba para generar una plataforma que potencie las condiciones de las voluntades individuales. Se generaron anticuerpos para quitar complejos de inferioridad y Perú se transformó en un equipo donde la pelota empezó a correr más rápido, las gambetas a generar nuevos espacios y la mente a circular con mayor frescura y lucidez. Virtudes que van surgiendo a la medida que se va creando autoestima en el equipo, orgullo para competir de igual a igual y confianza que termina repercutiendo en lo afectivo y reflejándose en la expresión física, técnica y táctica del jugador dentro del campo de juego.
Confiar en el talento y tener la sensibilidad de mezclarlo conlleva mayores probabilidades de éxito. Gareca no sospecha del virtuosismo, de la inventiva. Fomenta el juego asociado, los buenos jugadores como Yotun, Carrillo o Cueva, los laterales que otorgan ventajas ofensivas al ascender hasta campo rival como Trauco y Advíncula. Esta creencia sobre un juego pulcro se le suma la efectividad en el juego que concede la presencia definitiva de Guerrero en el mundial luego de las idas y venidas. Presencia que no solo debe tenerse en cuenta desde el componente cuantitativo sino también desde lo cualitativo por su capacidad de rebotar, de darle oxígeno a los jugadores que llegan por detrás de la línea de la pelota, de formar parte de la elaboración, de su manejo del cuerpo, de la confianza que provoca en propios y preocupaciones que genera en extraños.
Lo verdaderamente importante no debe relegarse a un segundo plano. Ponerle el acento a lo importante, no solo permite conformar un estilo, una buena interacción entre jugador-juego, sino también impulsa una estructura de pertenencia con el aficionado que constituye su representatividad y compromiso con el equipo generando una buena comunión que se retroalimenta entre las partes. Esa comunión engrandece el porvenir del jugador para sentir y pensar dentro de la cancha.
La estadía de Perú en el mundial pasado es otra historia dignificante que transcurre en su historia deportiva. Conocer el pasado nos permite ver a través de un espejo retrovisor y comprender de dónde venimos y hacia dónde vamos. El Perú de Gareca engrandeció al fútbol peruano como lo hizo aquella vez el Perú del ´36.