Robin Friday: Fútbol como elemento de distracción

Una historia de talento desperdiciado

Frederick Riding era el abuelo que todo romántico futbolero soñaría tener. Sólido con la boca y sólido con los pies. Odiaba a los charlatanes, pero hablaba más que ninguno. Odiaba las medallas, pero alardeaba de sus aventuras como nadie. Odiaba la pelota, pero solo porque los años le impedían seguir disfrutando de ella. Ante los problemas, críticas. Toda la fuerza, impulsividad y energía que demostraba cuando descosía rivales, trituraba defensas y adelgazaba cinturas con sus quiebres, eran ahora ‘pestes’ y palabras esclavas de sensaciones amargas, las de una vejez que le había llegado demasiado pronto. Aquella pelota que, en la humildad del fútbol inglés de principios de siglo XX, había dado de comer a toda su familia, colgaba aún en la pared de su salón. Al lado, fotos, innumerables fotos con una misma pauta, un bebé convertido en niña, adolescente, chica y mujer, que había crecido con la mayor celeridad posible en cuatro fotos colocadas de manera consecutiva. Era la pequeña (dependiendo a qué foto mirar) Sheila, que durante muchos años acompañó a su padre al coqueto y arcaicamente enigmático Griffin Park. Primero imaginaba goles y, con los años, imaginaba aplausos. Algunos los arrancó su padre, otros, los generó su hijo…

“Robin, no seas parado. Pídela, manéjate con los compañeros y deja de buscar el éxito por tu cuenta. Tony, buen pase y mal cuando buscaste gol”. La primera frase en forma de consejo futbolístico del abuelo Frederick, no se hizo esperar. Unos tenían ganas de mostrar sus cualidades al abuelo que conocía la profesión y el anciano, dolido con sus arrugas y falta de movilidad, encontraba la excusa perfecta para gruñir con dedicación a sus nietos. Dada la afición, a los 2 años los gemelos Friday (Robin-Tony), acudieron ya a ver al Brentford desde su casa de Londres, en Acton. Todos bajo el mismo techo mientras la lavandería de su padre y los trabajos esporádicos de su madre, permitían a los hermanos pasar horas y horas con la pelota en los pies. Robin era tímido y Tony más seguro, aunque las habilidades eran muy diferenciadas. Uno era talentoso, habilidoso, con disparo y amigo de lo imprevisible, algo que cabreaba al otro, más rudo y físico. A los 4 años el abuelo les llevó a jugar al parque y, desde entonces, no faltó ni un solo día la gresca, la polémica, el debate entre hermanos que se querían sin pelota y se odiaban con ella. El abuelo quería que esa competitividad continuara la tradición familiar en Griffin Park, pero jamás imaginó que sus premisas, cultivadas en Robin, generaran una vida llena de desbordes desgarradores donde el fútbol no fue sino un elemento de distracción…

“Era capaz de golpear cientos de veces una naranja con los pies y, cuando se cansaba porque le pesaban las piernas, la lanzaba a la cabeza y la equilibraba durante minutos con el cuello”, repitió años después su padre por todos los shows familiares que pedían una muestra de habilidades a su hijo más tímido. Aquellas peleas entre hermanos acabaron con la adolescencia, pues Tony encontró en los estudios su otra pasión y notó que su hermano sería siempre un “bunking off” (holgazán acostumbrado a faltar a clase). Robin prefería la pelota como medio, como instrumento para interpretar la partitura con la que deseaba acompañar cada día de su infancia, llamando muy pronto la atención de Crystal Palace, Queens Park Rangers y Chelsea (asistió como juvenil del primer equipo a la Final FA Cup del 67). Tres clubes con interesantes proyectos de futuro para sus virtudes, pero que se toparon con la ideología desafortunada de un chico irreverente, pasivo, cargante y capaz de terminar con la paciencia de todos sus técnicos ante sus prácticas individualistas. Expulsado de todos ellos de manera consecutiva, recaló en el modestísimo Acton British Legion, un equipo amateur donde saciar su libertad futbolística sin exigencias globales ni peticiones encontradas, por lo que su actitud radical se multiplicó ante la falta de aspirantes a retarle. Lejos de ser un paso intermedio, aquellos partidos de críos contra adultos (incluso llegaron a jugar contra su padre), serían la dinámica habitual para quien chocó frontalmente con un profesionalismo para el que no estaba preparado.

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Mientras Tony aprendía música y sacaba dinero por sus formidables cuadros, Robin abandonó cualquier interés personal, luciendo más en reuniones de amigos y sociabilizando en cualquier contexto. Uno de ellos le acercó a los barrios periféricos, le unió a pequeños vándalos y le hizo abandonar la escuela cuando sus padres fueron avisados de sus constantes ausencias. Muchas de ellas, provocadas ya por las pastillas que consumía y por la necesidad que estas le generaban a diario. Ese círculo cerrado sin posibilidad de sostenibilidad, necesitaba laburar. Su falta de ambición y compromiso le hizo ser expulsado de diversos oficios (conductor, reponedor, yesero…), hasta que un albañil londinense le tachó de ladrón por robar dinero de su caja, lo que explotó definitivamente su forma de ser. La indiferencia se multiplicó y las denuncias por sus actos ilegales se convirtieron en una lacra para la familia, que vio como a los 16 años era condenado tras robar una radio de un coche. Aquella detención le encerró en el reformatorio Feltham Borstal, donde durante más de un año intentó limpiar sus errores, aprender de los actos ajenos y ser más solidario, aunque su mejor lección fue volver a querer a la pelota en la liga de la prisión, donde fue elegido MVP y encontró el camino adecuado para llegar al césped. Tal fue el impacto de sus habilidades, que consiguió permiso para entrenar-jugar con el equipo juvenil del Reading, asombrado con sus maniobras y definiciones ante el portero.

Tras ser liberado, se reencontró con su familia en Acton y acabó embarazando a la ‘africana’ Maxine Doughan. Una falta de enfoque acertado dentro de sus numerosos problemas pero, sobre todo, una polémica interracial que le hizo quedar aislado socialmente y hasta a ser atacado por vecinos en diversas ocasiones. Se casaron en silencio, no tuvieron presencia de muchos familiares cercanos que rechazaban el compromiso y cuando nació la pequeña Nicole, la falta de recursos y la ausencia de doctrinas adecuadas, empujaron a Friday hacia su verdadera pasión, los excesos. Bebía a todas horas, tomaba drogas en cualquier esquina y se ausentaba de la humanidad durante días. Una mañana de resaca, un viejo amigo le hizo acompañarle a un partido del modesto Walthamstow Avenue. Su bochornoso estado físico y sus ojeras, sumadas a la ausencia total de pasión en sus movimientos, no le impidieron reencontrarse con su versión futbolística, que con un par de detalles técnicos, una maniobra elegante y dos goles de disparos lejanos, sirvieron para que el modesto club le ofreciera dos horas después un contrato de 10 libras a la semana que firmó en el momento. La cifra se triplicaría en el Hayes un año después, etapa donde sufrió un grave accidente laboral en la cornisa de un tejado que, pese a verlo caer unos 8 metros y clavarse un palo en la nalga y llegarle hasta el estómago, no evitó que volviera a la pelota poco después.

No eran los goles ni los regates lo que hacía regresar a Robin, sino el dinero, que le permitía seguir pagando a marchas forzadas las necesidades de su hija y cubrir su altísimo peaje de alcohol-drogas diarias. Pero su habilidad le permitía llegar tarde a un partido y acabar definiéndolo él mismo (lo hizo en el ascenso del Hayes en 1972), o recibir propuestas de clubes de mayor enjundia pese a que a veces no podía ni moverse en el terreno de juego debido a su embriaguez. Tras un breve paso por el Enfield a principios del 73 donde fue determinante con 46 goles y hasta 7 expulsiones (lo que habla de sus picos de personalidad), acabó fichando por el Reading en enero del 74. Su entrenador dijo días después de dirigirlo, que “entrenaba como le daba la gana y no sabía jugar nada más que a su manera”, por lo que lo sacó del equipo numerosas veces, aunque posteriormente había que recogerlo de tuburios, comisarias o prostíbulos donde igualmente lo echaban a patadas. Se casó por segunda vez con una universitaria de la ciudad, la coqueta Liza Deimel, que no se sorprendía ni cuando en su ceremonia se lio un porro en la misma puerta ante las cámaras de prensa que él mismo había invitado. No pasaría a mayores, porque horas después, ni uno solo de los allí presentes dejó de probar todos los estupefacientes y animadores delictivos que se amontonaban sobre las mesas. Una bacanal que degeneró multitud de críticas y escándalos en el propio vestuario de un equipo que no podía aguantar más la ‘Fiebre de Robin’ (como le conocían en la prensa local).

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Pasó tres años y medio pletóricos en lo deportivo, mostrando sus habilidades a un público popular que lo eligió mejor jugador del año cada una de las temporadas, consiguiendo un ascenso y 53 goles, aunque sobre todo, 23 denuncias diferentes, 7 condenas y 16 noches entre rejas. En uno de sus últimos partidos, un colegiado mundialista quedó alucinado con sus artes y le aseguró que jamás había visto a alguien con esa capacidad pese a haber dirigido a Pelé o Cruyff. “¿De veras? Deberías venir por aquí más a menudo. Lo hago todas las semanas y te lo vas a perder”, respondió con sobriedad, aunque desde ese momento, sus cifras se redujeron al tiempo que sus problemas se dispersaron nuevamente. Su adiós, en lamentables condiciones físicas y deteriorado por los altísimos excesos, significó una nueva era en el club pero, sobre todo, porque los aficionados reclamaron y enjuiciaron a quienes permitieron su salida. Un ídolo llano, un mito excéntrico y un alocado símbolo de una ciudad que lo odiaba y quería a partes iguales. El Cardiff, de una división superior, ofreció 30.000 libras y pese a que durante muchos años el Reading perdió una enorme masa social y afluencia en sus partidos, la directiva aceptó sacarse de Friday.

No había llegado a suelo galés cuando Robin pisó una comisaria. Sus actitudes siempre le servían para llamar la atención y, para dejarse notar ya desde su primer día, decidió no pagar el billete del tren que le acercaba a su nuevo club. “Soy el delantero estrella del equipo, no intenten intimidarme que dejaré de meter goles para ustedes”, repetía tras haber excedido las tasas de alcoholemia cuando aún no había sido presentado. Jimmy Andrews, su técnico, pretendía convertirlo en el jugador creativo con capacidad de gol que siempre imaginó al verle actuar, pero cuando llegó a la práctica, tuvo que enviarlo directamente al baño porque su olor y aspecto era tan inadecuado que muchos de sus compañeros dijeron ese mismo día que querían una explicación del presidente sobre ese fichaje. La respuesta de Friday llegó días después cuando, viajando con el equipo, se bajó del autobús, se montó en un taxi que viajaba al lado del mismo y se bajó los pantalones. Sí, mostrar sus blancas musleras y el trasero tantas veces pateado, fue su carta de bienvenida a quienes desearan verlo apartado en el vestuario. Debutó borracho en Año Nuevo tras llevarse incluso al partido botellas de la famosa Colt 45 que tanto degustaba (aunque él las engullía) y ser capaz de tumbar él solito al Fulham con un ‘doblete’ lleno de calidad y potencia. Ídolo desde el día uno, aunque intachable.

Sin la actitud necesaria para el profesionalismo, sus vueltas de tuerca le dejaron en evidencia ante un entorno más exigente, por lo que a medida que sus ausencias se acumulaban y sus drogas aparecían en su sombra, su éxito mitigó. El verano aumentó estas sensaciones negativas y la dejadez fue tal que acabó siendo víctima de disentería (incapacidad corporal a los alimentos, que son expulsados-vomitados de inmediato). Aunque volvió a jugar, su cuerpo estaba rendido, la batalla estaba en su contra y tras la enésima metedura de pata robando un cisne de un hotel y una expulsión ejemplar por enseñar partes nobles a un portero rival en medio de una disputa aguerrida, acabó desquiciado en el césped. Sus cualidades empezaron a ser más discontinuas y, los rivales, conocedores de su carácter, buscaban continuamente sacarlo del partido, desconcentrarlo y provocar su furia. Esa acabó por eliminarlo del césped en el 77, cuando tras un continuo roce con el rocoso defensor Mark Lawrenson, acabó pisándole la cara con alevosía. Su adiós. Su marcha. Y todo, con solo 25 años.

Pese a que los aficionados del Reading buscaron su regreso con una carta con miles de firmas al presidente y pese a que gozó de opciones en clubes menores, rechazó volver a usar el fútbol como excusa para saciar sus verdaderos amoríos con el exceso. Divorciado, alcohólico, desahuciado, viviendo en las calles, trabajando en ‘chapuzas’, encarcelado por multitud de robos, peleas y posesión de drogas, acabó como él siempre supo, superado por la heroína con una sobredosis. Considerado mejor futbolista de la historia del Reading y nombrado entre los 50 mejores del fútbol inglés por numerosos medios, Robin no se lo propuso. En 1990, la Navidad le regaló la paz eterna. Su funeral recibió más de 40.000 visitas. Todos conocían su carisma para vivir al límite, sus virtudes para elevar su ego por encima del resto y por disfrutar cada segundo en su único reto de auto-destrucción… Una labor que compartió en todos los tuburios de Inglaterra gracias a un fútbol que, para él, jamás compatibilizó con placer, sino con excusas. La pelota, como elemento de distracción para lo verdaderamente importante…

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